M.C.S.
Entramos en el tiempo de Cuaresma, que este
año viene enmarcada en el “Año de la fe” y con el pórtico del quinto domingo
del tiempo ordinario en el que ha resonado el Evangelio de Lucas donde Jesús
invita a los Apóstoles a «remar mar adentro», que nos hace presente la llamada
de Benedicto XVI a la Nueva Evangelización.
Este año, como nos ha dicho el Santo Padre a través
de su Carta «Porta Fidei», nos invita a redescubrir el camino de la fe y
rememorarla como un don. La fe no es acomodación e instalación, sino un
caminar, como la vida. Es el camino incesante y fecundo del mutuo encuentro de
Dios y el creyente. Está expuesta a peligros, sobre todo en un mundo
secularizado, donde la cizaña de la apostasía silenciosa y del vivir como si
Dios no existiera tiende a asfixiar la semilla de la confianza en Dios.
“En nuestro tiempo..., la fe está en peligro
de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento…” (Benedicto XVI, 10
marzo 2009).
La fe puede deteriorarse a causa de nuestra
debilidad en las contrariedades que surgen en la vida cotidiana. Puede sufrir
tibieza, apatía, pereza o escepticismo. Ante esta realidad tan frágil,
espiritualmente hablando, viene la Cuaresma como una oportunidad de
fortalecimiento interior, en la cual la Iglesia nos llama a conversión, es
decir, a entrar por la “puerta” de la vida verdadera que es Cristo. Hay que
empezar a mirar a Dios con ojos nuevos, preguntándonos, por un lado, si vivimos
realmente lo que profesamos con los labios; y por otro, tener presente nuestra
pobreza espiritual, pues cuando uno vive la propia experiencia de la propia
indigencia, se abre más a la divinidad. Por tanto la conversión es una llamada
a confiar en Dios y a abandonarnos en su amor de Padre.
Y para fortalecer la fe la Iglesia nos
recomienda, de cara a la Pascua, y como un mensaje de esperanza, el ayuno, la
oración y la limosna.
A través del ayuno y la abstinencia cuaresmal
nos sentimos miembros del Pueblo de Dios que tiene puesta su mirada en Cristo y
lo acompaña en su combate “en el desierto durante cuarenta días”; también nos
solidarizamos con aquellos que están “ayunando” por necesidad, no por gusto. Y
sobre todo para manifestar que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
Palabra que sale de la boca de Dios”. El ayuno, como signo de renuncia, combate
la «actitud consumista» y pone al espíritu en una situación más sensible y
abierta para abrazar el mensaje de la Palabra de Dios. Por último, mediante
este signo, recordamos que el ser humano sin Dios sólo tiene ante sí el
horizonte de la nada, de un mundo efímero y finito que no sacia el deseo de
eternidad que brota en su corazón, que sólo Dios puede colmar.
Por ello, os animo a vivir el ayuno y la
abstinencia durante los días señalados como un signo de esperanza, que nos
ayudará a unirnos a la práctica común de toda la Iglesia y a expresar nuestro
ser trascendente y nuestra necesidad de Dios.
Mediante la limosna nos despojamos de
nosotros mismos y abrimos una ventana hacia el hermano, significando así que el
individualismo no es el camino de la plenitud. En una sociedad de «esclavos del
yo» es necesario que aparezcan hombres y mujeres que sean signos vivos de la
fraternidad humana y para ello nada mejor que la generosidad, expresada en la
limosna. A su vez, con nuestro desprendimiento, luchamos contra la tentación
del materialismo consumista que nos encierra en la cárcel del tener y del
placer. También con la limosna iluminamos al mundo, introducido en la oscuridad
de la producción y el bienestar, a regirse por la fuerza del amor, de la
solidaridad, buscando el bien común. Por último, la limosna nos recuerda, como
bien ha manifestado el Santo Padre en su mensaje de cuaresma, el lazo
indisoluble entre fe y caridad.
A través de la oración abrimos las puertas
del corazón a Jesús y los oídos para escuchar la Palabra del señor. La oración
nos ayuda a poner a Cristo en el centro de nuestra vida, a dejarlo subir a
nuestra barca y, como Pedro, escuchar la Palabra del Señor que nos invita a
remar mar adentro. Cuando Él no está en la barca qué difícil es enfrentarse a
las enormes olas que la vida nos trae. Pero cuando dejamos que Cristo nos
acompañe, los frutos están garantizados, podemos estar seguros de que la pesca
será un éxito. Con Él, no hay qué temer.
¿Por qué tener miedo si Él es nuestro
redentor? Él conquistó la victoria para nosotros con su muerte en la Cruz, como
nos decía Juan Pablo II:
“El poder de la cruz de Cristo y de su
resurrección es más grande que todo el mal del que el hombre podría y debería
tener miedo”. (Juan Pablo II, Cruzando el Umbral de la Esperanza).
Queridos hermanos: caminemos hacia la Pascua
y aprovechemos la Cuaresma para fortalecer nuestra fe acogiendo la invitación
del Papa a la Nueva Evangelización. A seguir el mandato del Señor con alegría
de echar las redes del Evangelio para rescatar a los hombres de las aguas de la
muerte, de las aguas del mar salado por todas las alienaciones y llevarlos al
resplandor de la luz de Dios, a la tierra de la vida verdadera.
“Duc in altum!” Nos esperan los peces, los
frutos de una vida vivida junto a Cristo. Si nos abandonamos en Él, el miedo
desaparecerá y afrontaremos la evangelización con la seguridad de quien sabe
que en su barca va el Señor de la historia.
Que la Santísima Virgen nos ayude en esta
Cuaresma a seguir la recomendación de Benedicto XVI de reavivar la fe en
Jesucristo, que nos invita a mirar hacia el futuro con la esperanza de que la
victoria del amor de Cristo alcance su plenitud y a vivir en la caridad que nos
hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y
fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5).
+ José Mazuelos Pérez.
Obispo de Asidonia-Jerez.