A las 10 horas del pasado domingo,
VI Domingo de Pascua, ante la basílica vaticana, en la plaza de San Pedro, el
papa Francisco ha celebrado la eucaristía para los miembros de las cofradías y
hermandades llegados a Roma de todo el mundo, para asistir a la celebración de
la Jornada de las Cofradías y de la Piedad Popular, con motivo del Año de la
Fe. Ofrecemos el texto de la homilía.
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Queridos hermanos y hermanas:
En el camino del Año de la Fe, me
alegra celebrar esta Eucaristía dedicada de manera especial a las Hermandades,
una realidad tradicional en la Iglesia que ha vivido en los últimos tiempos una
renovación y un redescubrimiento. Os saludo a todos con afecto, en especial a
las Hermandades que han venido de diversas partes del mundo. Gracias por
vuestra presencia y vuestro testimonio.
Hemos escuchado en el Evangelio
un pasaje de los sermones de despedida de Jesús, que el evangelista Juan nos ha
dejado en el contexto de la Última Cena. Jesús confía a los Apóstoles sus
últimas recomendaciones antes de dejarles, como un testamento espiritual. El
texto de hoy insiste en que la fe cristiana está toda ella centrada en la
relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Quien ama al Señor Jesús,
acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al Espíritu Santo acoge en su corazón y
en su propia vida el Evangelio. Aquí se indica el centro del que todo debe
iniciar, y al que todo debe conducir: amar a Dios, ser discípulos de Cristo
viviendo el Evangelio. Dirigiéndose a vosotros, Benedicto XVI ha usado esta
palabra: «evangelicidad». Queridas Hermandades, la piedad popular, de la que
sois una manifestación importante, es un tesoro que tiene la Iglesia, y que los
obispos latinoamericanos han definido de manera significativa como una
espiritualidad, una mística, que es un «espacio de encuentro con Jesucristo».
Acudid siempre a Cristo, fuente inagotable, reforzad vuestra fe, cuidando la
formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la liturgia. A lo
largo de los siglos, las Hermandades han sido fragua de santidad de muchos que
han vivido con sencillez una relación intensa con el Señor. Caminad con
decisión hacia la santidad; no os conforméis con una vida cristiana mediocre,
sino que vuestra pertenencia sea un estímulo, ante todo para vosotros, para
amar más a Jesucristo.
También el pasaje de los Hechos
de los Apóstoles que hemos escuchado nos habla de lo que es esencial. En la
Iglesia naciente fue necesario inmediatamente discernir lo que es esencial para
ser cristianos, para seguir a Cristo, y lo que no lo es. Los Apóstoles y los
ancianos tuvieron una reunión importante en Jerusalén, un primer «concilio»
sobre este tema, a causa de los problemas que habían surgido después de que el
Evangelio hubiera sido predicado a los gentiles, a los no judíos. Fue una
ocasión providencial para comprender mejor qué es lo esencial, es decir, creer
en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados, y amarse unos a otros
como Él nos ha amado. Pero notad cómo las dificultades no se superaron fuera,
sino dentro de la Iglesia. Y aquí entra un segundo elemento que quisiera
recordaros, como hizo Benedicto XVI: la «eclesialidad». La piedad popular es
una senda que lleva a lo esencial si se vive en la Iglesia, en comunión
profunda con vuestros Pastores. Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia os
quiere. Sed una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras
vivas. Los obispos latinoamericanos han dicho que la piedad popular, de la que
sois una expresión es « una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse
parte de la Iglesia» (Documento de Aparecida, 264). Amad a la Iglesia. Dejaos
guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de
fe y de vida cristiana. Veo en esta plaza una gran variedad de colores y de
signos. Así es la Iglesia: una gran riqueza y variedad de expresiones en las
que todo se reconduce a la unidad, al encuentro con Cristo.
Quisiera añadir una tercera
palabra que os debe caracterizar: «misionariedad». Tenéis una misión específica
e importante, que es mantener viva la relación entre la fe y las culturas de
los pueblos a los que pertenecéis, y lo hacéis a través de la piedad popular.
Cuando, por ejemplo, lleváis en procesión el crucifijo con tanta veneración y
tanto amor al Señor, no hacéis únicamente un gesto externo; indicáis la
centralidad del Misterio Pascual del Señor, de su Pasión, Muerte y
Resurrección, que nos ha redimido; e indicáis, primero a vosotros mismos y
también a la comunidad, que es necesario seguir a Cristo en el camino concreto
de la vida para que nos transforme. Del mismo modo, cuando manifestáis la
profunda devoción a la Virgen María, señaláis al más alto logro de la
existencia cristiana, a Aquella que por su fe y su obediencia a la voluntad de
Dios, así como por la meditación de las palabras y las obras de Jesús, es la
perfecta discípula del Señor (cf. Lumen gentium, 53). Esta fe, que nace de la
escucha de la Palabra de Dios, vosotros la manifestáis en formas que incluyen
los sentidos, los afectos, los símbolos de las diferentes culturas... Y,
haciéndolo así, ayudáis a transmitirla a la gente, especialmente a los
sencillos, a los que Jesús llama en el Evangelio «los pequeños». En efecto, «el
caminar juntos hacia los santuarios y el participar en otras manifestaciones de
la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí
mismo un gesto evangelizador» (Documento de Aparecida, 264). Sed también
vosotros auténticos evangelizadores. Que vuestras iniciativas sean «puentes»,
senderos para llevar a Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estad
siempre atentos a la caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en
la medida en que lleva y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios
por todos, especialmente por quien se encuentra en dificultad. Sed misioneros
del amor y de la ternura de Dios.
Autenticidad evangélica,
eclesialidad, ardor misionero. Pidamos al Señor que oriente siempre nuestra
mente y nuestro corazón hacia Él, como piedras vivas de la Iglesia, para que
todas nuestras actividades, toda nuestra vida cristiana, sea un testimonio
luminoso de su misericordia y de su amor. Así caminaremos hacia la meta de
nuestra peregrinación terrena, hacia la Jerusalén del cielo. Allí ya no hay
ningún templo: Dios mismo y el Cordero son su templo; y la luz del sol y la
luna ceden su puesto a la gloria del Altísimo. Que así sea.
Ciudad del Vaticano, 05 de mayo
de 2013.